20 de agosto de 1998

Aborto

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en agosto de 1998)


La discusión de moda últimamente es, sin duda, y quizá por encima de la del fobaproa, lo de Chiapas y la designación del nuevo embajador gringo, la que se ha dado sobre el aborto. La única diferencia -y la razón por la que elegí hablar hoy de ese tema- es que sobre el aborto, a diferencia de las otras cuestiones, la ciencia tiene algo que decir.

Hagamos un breve recuento de la situación. Todo el problema comenzó cuando algún tipo de célula, que durante millones de años se había venido reproduciendo por bipartición, decidió cambiar de método y colaborar con otra de la misma especie para, mezclando sus genes, lograr una mayor diversidad genética. El resultado fue no sólo una mayor versatilidad en las respuestas que sus descendientes pudieron ofrecer a los retos del ambiente (lo que el filósofo Karl Popper llamaba los “problemas” que el ambiente plantea a los seres vivos), sino que la evolución del nuevo organismo “sexual” podía ser más rápida.

Así es: el sexo, lejos de ser una fuente de pecado diseñada especialmente para hacer sufrir a las almas débiles y poner a prueba a los aspirantes a santidad, es la forma que tiene la naturaleza para acelerar la evolución de los seres vivos (si insiste usted en ser antropocentrista, ponga aquí “la madre naturaleza”). Incluso quienes pensábamos que el objetivo del sexo era producir placer nos vemos forzados a aceptar que todas esas sensaciones maravillosas no son sino accesorios de lujo con los que la naturaleza nos manipula -como corresponde a toda madre que se respete- por nuestro propio bien. En este caso, para garantizar que nuestros egoístas genes sobrevivan y sigan transmitiéndose de generación en generación.

A partir de la aparición del sexo, los órganos, instintos y demás infraestructura biológica necesaria para garantizar la reproducción de los individuos continuaron evolucionando. En algún momento a lo largo de nuestra rama del frondoso árbol evolutivo, aparecieron comportamientos y formas de relación asociados al sexo. De ahí a la aparición del amor y el deseo, así como de tabúes, mitos y prohibiciones no hay un gran trecho. Queda el misterio de cómo algo que originalmente servía para garantizar la supervivencia de las especies puede llegar a convertirse en una gran fuente de angustia, represiones e infelicidad para tantas personas (en parte gracias al catolicismo, religión para la que, por algún motivo, todo lo relacionado con el sexo es aborrecible).

Bueno: una vez existiendo el sexo y el ser humano, algunas veces ocurre que una mujer queda embarazada sin desearlo. ¿Qué hacer? Tal vez es demasiado joven y tiene planes que se frustrarían si tiene al bebé; tal vez el padre ha desaparecido, dejándola sola con “su” problema. Tal vez no tiene dinero, y sabe que si nace, su hijo sufrirá hambre y tal vez muera. Tal vez fue violada y el odio que siente hacia su agresor le impide relacionarse con el nuevo ser que se desarrolla en su interior. En todos estos casos, el aborto es una alternativa que nuestra mujer considerará, independientemente de lo que le hayan enseñado y de lo que opine la moral cristiana.

¿Cuáles son las razones para oponerse a que esta mujer aborte? En dos excelentes artículos publicados en la revista Ciencias, en un número dedicado al aborto (no. 27, julio de 1992) el embriólogo Horacio Merchant, del Instituto de Investigaciones Biomédicas, hace algunas afirmaciones al respecto. En primer lugar, la posición antiabortista considera que la vida del “nuevo ser” comienza a partir de la fecundación, es decir, cuando el espermatozoide se une al óvulo para formar el cigoto.

La elección de esta etapa, sin embargo, es bastante arbitraria: embriológicamente no puede considerarse que un óvulo fecundado sea un ser humano. En todo caso, habría que esperar a la aparición de algunas de las características que lo definen como tal -particularmente la maduración del sistema nervioso central- antes de otorgarle derechos. (Recordemos que muchas veces, en los debates sobre el aborto, se considera que los derechos del embrión o feto, “inocente y libre de pecado”, son incluso más importantes que los de la madre, a quien se considera, de forma implícita, “culpable” de su estado. Una de las características de la intolerancia, a diferencia del pensamiento democrático, es que tiende a culpar a los individuos de las desgracias que les suceden.)

¿Cuándo un ser comienza a ser humano? ¿En el momento en que comienza a vivir? Tanto el espermatozoide como el óvulo están vivos desde antes de la fecundación, y pueden potencialmente dar origen a un ser humano. De hecho, en ciertas condiciones el óvulo puede por sí mismo dar origen a un ser completo sin ayuda del espermatozoide, fenómeno conocido como partenogénesis. En palabras de Merchant, “cabe preguntarse que, si el óvulo posee individualidad y toda la capacidad para desarrollarse como un nuevo individuo, ¿a partir de qué etapa es válido impedir que se desarrolle?”. Tomando en cuenta esto, no sólo toda forma de anticoncepción, sino la menstruación misma -un proceso totalmente natural- podría considerarse “inmoral”, al matar una célula que potencialmente podría convertirse en un ser humano. Resulta, digamos, difícil defender esta posición.

¿Podríamos entonces considerar que el nuevo individuo comienza a existir cuando adquiere conciencia? Esto sucede en una etapa bastante avanzada del embarazo, si no es que después del nacimiento. Nadie aceptaría un aborto en etapas tan avanzadas (además de que es peligroso).

¿Podría tomarse como parteaguas el momento en que madura el sistema nervioso ¾sitio donde se asentará la conciencia? Esto sucede aproximadamente a las diez u once semanas de la gestación, cuando se forman las sinapsis -uniones- entre las células nerviosas del embrión (pues antes de ello no puede hablarse realmente de sistema nervioso). Pero, otra vez, el embarazo está ya avanzado.

Como se ve, el problema es complejo. Lo que parece quedar claro es que tomar el momento de la fecundación como el inicio de la vida de un nuevo individuo no se justifica.

Nótese que hasta aquí no ha habido necesidad de hablar del “alma”, el “espíritu” ni nada que se le parezca. Esto es porque la ciencia no necesita de esos conceptos. Por feo que suene, la ciencia es una disciplina materialista. Esto quiere decir que sólo se ocupa del universo físico, aquel al que podemos tener acceso por medio de los sentidos. Presuponer, como lo hace la moral católica, que un cigoto fecundado debe gozar de la dignidad de ser humano, al menos en potencia, es una posición difícil de sostener. En particular porque se apoya en la suposición (creencia) en la existencia de un alma que habita el “cuerpo” (difícilmente puede llamársele así a un óvulo fecundado, pero en fin…) a partir del momento de la fecundación. ¿Qué pasa con los que no somos católicos y no creemos en dios ni en la existencia de un alma? ¿Debe la ley (y la vida de las mujeres que se ven orilladas a abortar) depender de una creencia religiosa?

A partir de la valiente propuesta del secretario de salud, Juan Ramón de la Fuente, y de la reacción en contra promovida por la derecha católica, en especial por el grupo provida (¿prosida?), varios académicos e intelectuales, junto con el Grupo de Información en Reproducción Elegida (gire) se han dado a la tarea de promover y apoyar el debate sobre la legalización del aborto. En mi opinión, es una discusión necesaria y urgente. Aunque es difícil que el voto de la mayoría de la población apoye el cambio, se habrá al menos iniciado la discusión y la concientización, con lo que en unos años, si la labor continúa, podrá contarse con suficiente a poyo para modificar la ley. Lo invito a usted, amable lector, lectora, a participar informándose y formando su propia opinión.

(Por cierto, hablando de la revista Ciencias -excelente publicación trimestral de la facultad del mismo nombre-, le recomiendo ampliamente el número de julio de 1992, mencionado anteriormente. En él hallará, además de los artículos sobre el aborto, otro excelente dedicado a la divulgación de la ciencia y una traducción de la “modesta propuesta” de Jonathan Swift, en la que me inspiré para mi colaboración del número pasado de humanidades.)

5 de agosto de 1998

Dos modestas propuestas

(con un saludo para Jonathan Swift)

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 5 de agosto de 1998)
(reimpreso en
La jornada, 21 de septiembre de 1998)

Últimamente mis artículos en Humanidades han estado llenos de quejas, lo cual no me tiene muy satisfecho, pues mi propósito inicial con estas colaboraciones era hablar de relaciones placenteras entre los mundos de la ciencia y las humanidades. Pero eso se acabó. Hace unos días tuve la fortuna de leer una nota en el periódico (Crónica, 16/junio/98) donde se presentan las opiniones de Sergio Reyes Luján, coordinador de vinculación de nuestra universidad, y eso hizo que se me abrieran los ojos y por fin viera la luz.

El funcionario indica que “los institutos de investigación de la unam no pueden seguir justificando el presupuesto asignado a esta área ‘con un simple número de cifras de publicaciones internacionales’ ” (y yo, tonto de mí, que creía en la importancia de la evaluación por pares como criterio de validez científica). En vez de eso, y debido a que “actualmente se vive una brutal competencia como consecuencia de la globalización[...] la unam debe abrir sus laboratorios para que el ingeniero y el investigador de la empresa hagan lo que se necesita para que sean aún más competitivos” (sic).

¡Y yo que pensaba que lo que había que hacer con los institutos y laboratorios era seguir produciendo conocimiento científico! Pero ahora, con la transferencia de los dos buques oceanográficos del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología a la Coordinación de Vinculación, y el anuncio de que se buscará rentar el estadio universitario para conciertos y se planea cerrar el resto de las tiendas unam, me queda claro hacia dónde debemos movernos.

En vista de esto, y porque siento que mi nueva iluminación me permite ver con claridad lo que otros tal vez todavía no han podido percibir, quiero hacer dos propuestas para permitir que la unam, y en especial sus institutos de investigación, cumplan mejor con los nuevos objetivos que la globalización nos impone.

Paso, pues, a enunciar mis dos propuestas para la unam del año 2000:

1) En primer lugar -y ya que en la cámara de diputados se están dando pasos en este sentido- propongo que se modifique la ley orgánica de la universidad para añadir una nueva función sustantiva, la cual será definida como primordial y a la cual estarán sujetas las otras tres (que como se recordará son la enseñanza, la investigación y la difusión de la cultura). Esta función es la obtención de un margen de ganancias comparable con el de cualquier otra empresa del ramo (léase universidades privadas, aunque tal vez podría aspirarse a tener las ganancias de una cadena de supermercados).

2) Como segundo paso en la eficientización de nuestra alma mater, y para mejor vincularnos con la sociedad a la que servimos, sería deseable eliminar gastos inútiles. Y nada más adecuado aquí que cerrar una serie de los llamados “institutos de investigación” que únicamente funcionan como torres de marfil que no cumplen función alguna de producción de bienes o servicios que beneficien a la sociedad (y que, desde luego, puedan cobrársele adecuadamente).

Entre los institutos que pienso que podrían cerrarse sin mayor trámite ni averiguación están (me limitaré a los del área científica, que es la que conozco mejor, pero invito a los lectores a proponer una lista similar para el área de humanidades): el de Matemáticas (a nadie le gustan y no parecen ser productivas en términos económicos), Astronomía (¡basta ya de estar mirando a las estrellas cuando tenemos tantos problemas aquí abajo!), Fisiología Celular (si en todo este tiempo no han podido hallar una cura contra el cáncer, el sida o el envejecimiento, seguramente no lo harán nunca, y ultimadamente, ¿por qué seguir criando bacterias, levaduras o ratas?), Biomédicas (al fin y al cabo ya explotó, y costaría más caro reconstruirlo que simplemente cerrarlo), Biología (creo que sólo tienen colecciones de plantas y de conchas) y Física (¿alguien sabe para qué sirve? Desde luego, no van a descubrir una nueva teoría de la relatividad).

Entre los institutos que podrían salvarse están el de Ingeniería, el de Química y el de Biotecnología, que pueden realizar investigaciones patrocinadas por grandes empresas como ica o por laboratorios farmacéuticos. En la rayita se quedarían algunos como Matemáticas Aplicadas, Materiales o Ecología, pues no está claro si sus servicios puedan venderse.

Pero, desde luego, no estoy proponiendo que los institutos económicamente improductivos se cierren y ya: con un poco de ingenio se pueden hallar nuevos usos para sus instalaciones. Las bibliotecas podrían conservarse para ser usadas ¾mediante módicas cuotas¾ por los estudiantes (la de Fisiología Celular es mi favorita). En Astronomía tienen telescopios que pueden rentarse a grupos de muchachos (o a parejas enamoradas) para ver la luna y las estrellas. El Instituto de Física tiene un acelerador de partículas que podría ser el atractivo central de una gran discoteca (propongo un nombre como “Technobar Rayos Cósmicos”). Y muchos otros institutos tienen salas de conferencias que podrían adaptarse para fiestas de quince años y banquetes de bodas.

Tal vez haya quien esté en desacuerdo con mis ideas, pero me permito recordarles que estamos en tiempos de vacas flacas, y que cuando el hambre apremia, hay que abandonar lo importante y concentrarse en lo urgente. En otras palabras, si lo que está en juego es nuestro alimento de cada día, conceptos obsoletos como la dignidad y los ideales salen sobrando (y ni hablar del amor al conocimiento o la cultura). Sólo pido que, si mis ideas son aprovechadas, se me dé el crédito correspondiente y una compensación en efectivo.