17 de septiembre de 1998

Cómo buscar extraterrestres

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
en septiembre de 1998)


En la entrega pasada hablábamos de la discusión sobre las supuestas pruebas de vida microscópica marciana presentes en la roca alh84001, proveniente del planeta rojo. La balanza, comentábamos, se inclina a favor de la posición parsimoniosa de esperar a tener pruebas más concluyentes antes de decretar que hay (o hubo) vida en otro planeta.

Aunque a todos nos puede decepcionar un poco esta actitud, es la más congruente con la actitud científica. (Digo “actitud científica” y no “método científico” porque éste último es una abstracción inexistente: la receta de cocina de “observación, hipótesis, experimentación, comprobación, teoría, ley...” no sólo es tonta sino falsa. Ningún científico trabaja así. Pero eso es tema para otra ocasión.)

En general, cuando los científicos no pueden recurrir a pruebas o experimentos, suelen sujetarse al dictado de un antiguo filósofo y monje franciscano inglés, que vivió de alrededor de 1285 a 1350: Guillermo de Occam, el famoso maestro del protagonista de la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa. El principio filosófico por el que más se le recuerda, la llamada “navaja de Occam” o ley de parsimonia, aconseja que, en igualdad de circunstancias, debe elegirse la explicación más sencilla para un fenómeno, o como lo expresó el mismo Occam, “no se deben multiplicar innecesariamente los entes (explicaciones)”.

Puede parecer poca cosa, pero la vieja navaja de Occam no parece perder su filo con el tiempo. Es ella la que muchas veces nos permite rasurar las molestas pelusas de la pseudociencia y las hipótesis inútiles ahí donde los razonamientos y las “pruebas” se estrellan con la imposibilidad de comparar concepciones distintas de la realidad (la famosa “inconmensurabilidad de los paradigmas” de la que hablaba el filósofo Thomas Kuhn).

Volviendo, pues, a los microbios marcianos, hasta el momento resulta más sencillo suponer que los minerales de carbonato, las partículas de magnetita y los hidrocarburos policíclicos presentes en la piedra marciana, al igual que las estructuras microscópicas en forma de bacteria, fueron producidas por procesos geológicos y químicos, y no por supuestos seres vivos.

¿Qué nos hace pensar que esta explicación sea “más sencilla” que la de simplemente aceptar que pudo haber bacterias vivas en Marte hace 4,500 millones de años? Varias razones: en primer lugar, no tenemos otras pruebas que indiquen la presencia de vida en ese planeta. En segundo, aunque existen bacterias terrestres que podrían sobrevivir y quizá hasta proliferar en un ambiente como el marciano, esto no quiere decir que haya habido ahí condiciones propicias para la aparición de la vida.

Esta es una falacia a la que parecen ser propensos últimamente los astrónomos: encuentran un ambiente en el que tal vez haya agua líquida (como en Europa, el satélite de Júpiter) o algunas otras condiciones en las que algunas bacterias terrestres podrían sobrevivir, y declaran el lugar como “candidato para albergar vida”.

Yo tiendo a pensar que, aunque los astrónomos sí saben que la vida no surge así como así en cualquier lado (aunque hay quien sostiene que el cosmos está lleno de meteoritos que “siembran” vida por todos lados), suelen incorporar especulaciones como ésta a sus proyectos de investigación por la sencilla razón de que, como el tema está de moda, así recibirán más apoyo. Hoy en día, cualquier investigación astronómica que huela a vida resulta atractiva.

¿Habrá alguna forma de distinguir, en forma rápida y sencilla, la presencia de vida en otros mundos? El biólogo molecular francés Jacques Monod se hizo la misma pregunta en los años sesenta. Concluyó que es casi imposible distinguir la vida por muchas de las características que comúnmente asociamos con ella: existen entidades no vivas que se “reproducen” y crecen (como los cristales, o los robots); otras que realizan un “metabolismo” para obtener energía para realizar sus funciones (como las máquinas), otras que presentan respuestas a los estímulos de su ambiente... en fin, luego de considerar varias posibilidades Monod llegó a la conclusión de que la única característica realmente única de la vida era lo que él llamó “teleonomía”: la cualidad de estar aparentemente diseñadas para un propósito en especial. Así, un ojo parece estar “diseñado” para ver; una mitocondria, para oxidar moléculas de alimento y aprovechar la energía liberada, etcétera.

La solución de Monod, sin embargo, no resulta totalmente satisfactoria, y ciertamente sería difícil utilizarla para detectar vida en otros planetas. En la próxima ocasión hablaremos de otra propuesta más prometedora para distinguir un planeta habitado de otro desierto.

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