21 de febrero de 2001

De vacas y noticias

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 21 de febrero de 2001)


Seguramente usted, como la mayoría de quienes leen los periódicos o prestan atención a las noticias transmitidas mediante las vibraciones del inexistente éter electromagnético (o sea, en radio y televisión), ya está harto de oír hablar de las famosas vacas locas.

Al igual que el mal de Alzheimer, el sida y el virus ébola, la encefalitis espongiforme bovina, y su variante humana, la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, es una de esas nuevas maldiciones que lo ponen a uno a pensar si no estaremos, como afirman los milenaristas trasnochados, “pagando el precio de tanto avance científico/tecnológico sin control”.

Y sí, a primera vista, pareciera que el argumento tiene algo de razón. Pero sólo a primera vista: desde luego, las ideas de que el sida o el ébola pudieran ser resultado de desarrollos bélicos destinados a crear armas biológicas resultan totalmente infundados, pues además de no contar todavía con los conocimientos que pudieran permitirnos crear virus tan bien adaptados (diseñados, diría el filósofo Daniel Dennett), se sabe que al menos el VIH surgió mucho antes de que existiera la tecnología de manipulación genética necesaria para “fabricarlo”. El Alzheimer, por su parte, más que una consecuencia de la vida moderna –aunque se lo ha ligado con la exposición a altos niveles de aluminio–, parece ser una de esas típicas enfermedades que no se conocían porque no se contaba con los medios para detectarla. La demencia senil, su principal manifestación, se conoce desde siempre; la formación de placas de proteína en las células cerebrales, causa molecular del mal, sólo se descubrió recientemente, y la investigación actual se centra en buscar las razones detrás de esta alteración.

Volviendo a la enfermedad de las vacas locas, una cosa es decir que la actual crisis –dudo en llamarla “epidemia– puede haber sido causada, según parece, por la ligeramente repugnante práctica de incluir harina de carne de vaca en el alimento para vacas (otra variante humana de esta enfermedad, el “kuru”, se presentaba en ciertos grupos que practicaban el canibalismo ritual devorando cerebros humanos), y otra muy distinta pensar que su existencia se debe a la intervención humana. Es un hecho que las partículas transmisoras se concentran en el tejido nervioso, pero puede que haya habido otras vías de transmisión que no involucren el canibalismo. De hecho, la variante que afecta a las ovejas, conocida como “scrapie”, es conocida desde mucho antes de que existieran los alimentos procesados para ganado. En otras palabras, no es muy válido dar por hecho que el ser humano es culpable del surgimiento de estas nuevas enfermedades; pero es muy posible que haya contribuido a su proliferación.

Sin embargo, el manejo tendencioso que pretende culpar a la ciencia y la técnica de estos males no es el único peligro con el que uno se topa cuando lee sobre el tema en los periódicos. Otro quizá más preocupante es la simple ignorancia, que se manifiesta en la publicación de información simplemente errónea. El diario El Financiero, por ejemplo, publicó hace unos días un reportaje en cuya nota introductoria anunciaba “Un virus que obliga a la revisión de los transgénicos”.

El primer error consiste en haber usado la palabra “virus”. Así como muchas veces los físicos se jalan los pelos cuando ven que un mal periodista científico o divulgador cambian “neutrón” por “protón” (“¿qué no da lo mismo?”), los biólogos desesperan cuando se confunden seres tan distintos como virus, bacterias y protozoarios.

Sólo que en el caso de las vacas locas el error es todavía peor, porque, como quizá usted ya ha oído, la enfermedad es transmitida por un extraño agente conocido como “prión” (nada que ver con partidos políticos), que tiene propiedades muy especiales que lo distinguen de los virus y de cualquier otro agente infeccioso.

De hecho, los priones fueron postulados –y descubiertos- por un investigador llamado Stanley Prusiner y su equipo, cuando trataban de encontrar la causa del scrapie (años después, en 1997, Prusiner recibió el premio Nobel de fisiología y medicina por estos descubrimientos). Lo que encontraron es que la enfermedad parecía poder ser transmitida sin la intervención de ácidos nucleicos (el ADN o su primo el ARN, portadores dela información genética en todos los seres vivos conocidos).

Luego de exhaustivos estudios, el equipo de Prusiner concluyó que la enfermedad parecía ser contagiada únicamente mediante proteínas (que llamaron priones), aunque según todos los cánones de la biología son incapaces de transmitir información genética, y en particular de reproducirse.

¿Cómo se resolvió esta contradicción? Al parecer, los priones son simplemente una forma alterna de una proteína (llamada PrP) que se produce normalmente en el tejido nervioso de los animales susceptibles. Las proteínas son largas cadenas de aminoácidos que se pliegan en formas complicadas. Normalmente, una proteína sólo puede cumplir su función si se halla plegada correctamente (o, como se dice técnicamente, si tiene su conformación nativa). La proteína priónica, sin embargo, puede existir en dos conformaciones, una de las cuales se aglomera formando estructuras que dañan el tejido cerebral, produciendo las características lesiones que dejan un aspecto esponjoso (de aquí lo de encefalopatía espongiforme, que otra vez, no tiene nada que ver con los cerebros de algunos dirigentes de partidos políticos).

Al parecer, el mecanismo que permite la transmisión de la enfermedad no es la “reproducción” de las proteínas priónicas, sino que éstas pueden provocar, como si fueran moldes a presión, que las proteínas PrP que tienen la conformación normal pasen a adoptar la conformación dañina, o priónica.

Para ser justos con el periódico, tengo que decir que en el cuerpo del reportaje se define, correctamente, que “Un prión es una variedad defectuosa de una proteína normalmente inofensiva que se encuentra en el organismo”.

El segundo error de la nota de El Financiero (de su entrada, realmente, porque el cuerpo del reportaje no tiene mayores tropiezos) es la implicación de que la enfermedad de las vacas locas puede tener que ver con la producción de organismos transgénicos. Nuevamente, se aprovecha tendenciosamente el temor a todo lo que suene a manipulación genética para apuntar que podría tener una relación con esta enfermedad de moda.

Leyendo el artículo, se descubre que lo único que tienen que ver los transgénicos en todo esto es que ante la imposibilidad de seguir usando alimento para vacas que contenga harina de carne, habría una mayor demanda de forraje que podría hacer que los países europeos –en donde es más intensa la crisis de las vacas locas– se mostraran dispuestos a usar cultivos transgénicos. O sea, como se ve, lo contrario de lo que parecía sugerir la entrada.

¿Cuál es la moraleja de todo esto? Yo diría que hay tres: que no hay que tenerle tanto miedo a la ciencia, pues es raro –aunque no imposible– que produzca monstruos; que no hay que alimentar a los animales con harina de carne, sobre todo de su misma especie, y que para hacer periodismo científico hay que tener mucho cuidado con el uso de términos y conceptos, sobre todo en titulares y entradas.

7 de febrero de 2001

¿Método científico?

por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Dirección de Humanidades de la UNAM,
el 7 de febrero de 2001)

Al profesor Rafael Xalteno López Molina, en Aguascalientes

Me escribe un lector, maestro de primaria, para comentarme que, durante un seminario de actualización magisterial sobre la enseñanza de las ciencias, expresó puntos de vista acerca del método científico que había leído en alguno de mis escritos. El resultado no fue alentador, pues las ideas que expuso fueron descalificadas por todos los asistentes, incluida la instructora. Debo aclarar que no se trataba de ataques a la ciencia o descalificaciones de su utilidad, sino, esencialmente, del argumento de que el “método científico” que se enseña en la escuela (y que consiste en una especie de receta de cocina que reza “observación, hipótesis, experimentación, comprobación, conclusión, teoría, ley...”) no existe; es un mito.

Creo que valdría la pena comentar y aclarar un poco el punto. Comenzaré por citar a Ruy Pérez Tamayo, quien en su libro Cómo acercarse a la ciencia resume la cuestión con claridad y concisión. "El método científico -dice este autor-, concebido como una receta que, aplicada a cualquier problema, garantiza su solución, realmente no existe, pero tampoco puede negarse que la mayor parte de los investigadores trabajan de acuerdo con ciertas reglas generales que a través de la experiencia han demostrado ser útiles..." Este mismo autor tiene incluso un libro completo –y muy recomendable– dedicado a explorar la cuestión, llamado precisamente ¿Existe el método científico? Historia y realidad editado por el Fondo de Cultura Económica, en la colección “La ciencia para todos”.

Y en efecto: el método científico no existe, pero sí existe. No existe la caricatura que, todavía, desgraciadamente, sigue repitiéndose en los salones de clase (aunque tengo la esperanza de que suceda cada vez en menos salones). Esta especie de letanía tiene dos grandes defectos: uno, hace parecer que la investigación científica puede hacerse mecánicamente, sin pensar, con sólo seguir los pasos, y dos, es falsa.

A diferencia de los conjuntos de instrucciones llamados algoritmos, como los que utilizan las computadoras para hacer todo lo que hacen, casi ninguna actividad humana (con excepciones como los algoritmos usados para sumar, restar, multiplicar o dividir) pueden seguirse como una receta que no requiera pensar. ¡Hasta para preparar unas galletas o unos tamales se necesita usar la inteligencia! (Y si no, compruébelo alguien que no sepa cocinar e intente preparar algún platillo siguiendo la receta al pie de letra.)

La aplicación del método científico requiere un uso constante del razonamiento crítico y la argumentación basada en las reglas de la lógica. No basta, por ejemplo, con hallar una relación estadística entre dos hechos: para aceptar que uno es causa del otro, debe encontrarse el mecanismo que explica esta relación causal.

Por otro lado, la observación supuestamente “objetiva” y libre de prejuicios e hipótesis previas que supuestamente es el inicio de toda investigación científica es imposible. El solo hecho de escoger observar ciertos hechos y no otros implica la existencia de una hipótesis previa. El filósofo Karl Popper argumentaba que, lejos de ser observadores imparciales, los científicos comenzaban teniendo hipótesis previas sobre la naturaleza, que posteriormente sometían a prueba. Sólo las hipótesis que resisten estas continuas pruebas de confrontación con la realidad logran sobrevivir. Los científicos son prejuiciosos, pero luego someten sus prejuicios a prueba y los descartan si es necesario.

La experimentación presenta problemas similares, pues todo experimento conlleva teoría, y está por tanto lejos ser objetivo e imparcial. La formulación de teorías y leyes, por otra parte, no es siempre aplicable a todas las ciencias. En biología, por ejemplo, hay pocas cosas que puedan considerarse “leyes” en el sentido en que lo son la ley de la gravedad, las de la termodinámica o las leyes de Newton en física.

Y sin embargo existe, a pesar de todo, algo que puede llamarse “método científico”: es una manera de pensar y de proceder que siguen los científicos, y que en gran medida los identifica como tales. Como comparación, veamos cómo proceden las disciplinas que no son científicas, como la astrología, el creacionismo o la “investigación” sobre ovnis tipo Jaime Maussán.

Un astrólogo sigue ciertas reglas, fijadas en épocas remotas y que tienen que ver con el movimiento de los astros en el cielo, para asignar ciertas características y “predecir” ciertos acontecimientos o tendencias en la vida de una persona. Pero aunque pueden utilizarse cálculos precisos y computadoras para calcular el signo, el ascendente y la carta astral de una persona, todo ello se hace sin tomar en cuenta ninguna evidencia, ni poner a prueba hipótesis alguna. Solo se consideran los datos iniciales (fecha de nacimiento, principalmente) y se siguen las reglas. Y claro, tampoco se somete a prueba la validez de los resultados.

El creacionismo, por su parte, aunque trata de adoptar un aspecto científico al considerar evidencia paleontológica y geológica, parte de una confianza dogmática en un texto revelado: la Biblia. La argumentación de un creacionista, en vez de apoyarse en evidencia tomada de la realidad, siempre se encuentra apoyada en argumentos bíblicos que no pueden discutirse o rebatirse, pues son aceptados como cuestión de fe.

Finalmente, la creencia en visitas extraterrestres y las extravagantes (y muchas veces míseras) evidencias que presentan quienes la defienden, aunque se ofrecen como “científicamente comprobadas”, confunden el uso de instrumentos científicos de precisión con la comprobación de la validez de una hipótesis, sin importar lo fantasiosa que ésta sea. Por otro lado, al presentárseles evidencia en contra de las visitas extraterrestres, o al comprobar que las supuestas pruebas que presentan carecen de validez, los creyentes suelen reaccionar proponiendo hipótesis ad hoc a cual más increíbles: sí hay evidencia, pero el gobierno la ha ocultado; hay un complot mundial para esconder la verdad; etc.

Si como dice Pérez Tamayo, la forma de trabajar de los científicos ha demostrado ser útil, ¿en qué consiste? Lejos de estar basada en una receta, implica la obtención de datos por medio de observaciones y experimentos, dentro del contexto de una hipótesis, más o menos detallada, que pretende explicar algún aspecto de la naturaleza. Éstas últimas son confrontadas con los datos, por medio del razonamiento y la argumentación, y de esa manera se decide si la hipótesis resiste o debe ser modificada o sustituida por otra mejor. Todo ello sin reglas inflexibles, sin un orden establecido y sin garantía de resultados.

En pocas palabras, el método científico consiste en aplicar el pensamiento racional a nuestra diaria labor de interpretar el mundo, y precisamente por eso es una de las actividades más interesantes que ha inventado la humanidad.