13 de junio de 2001

Accidentes y condicionamiento

Por Martín Bonfil Olivera
(Publicado en Humanidades,
periódico de la Coordinación de Humanidades de la UNAM,
el 13 de junio de 2001)


Escribo este texto con algo de dificultad, pues tengo que usar un collarín ortopédico debido a un accidente de tránsito: un conductor -que evidentemente desconocía la propiedad de impenetrabilidad que presentan los cuerpos sólidos- pensó que podía acelerar sin esperar a que el auto que estaba delante lo hiciera. Desgraciadamente, el de adelante era yo.

Pero mi tema no este leve accidente, sino un hecho curioso que surgió a raíz de él: cuando tuve necesidad de pasar nuevamente por el lugar preciso en donde sucedió el choque, sentí una gran aversión.

Un amigo se burló de mí cuando le comenté mi nerviosismo: “y luego andas tú hablando de pensamiento mágico y cosas así”, dijo, riéndose, cuando le dije que me daba miedo volver a pasar por el mismo sitio. Yo me sentí apenado, claro, pues él tenía razón: ¿por qué habría yo de temer que se repitiera un accidente sólo por pasar de nuevo por ahí?

Más tarde -tratando de justificarme, lo confieso- reflexioné que quizá no se trataba sólo de supersticiones mías: quizá, me dije, se trate de algo semejante al condicionamiento pavloviano. El fisiólogo ruso Iván Petrovich Pavlov (1849-1936) demostró en 1889 que, si se sometía a perros a un estímulo dado –por ejemplo, darles de comer– simultáneamente con un estímulo condicionante –como el sonido de una campana–, podía establecerse un vínculo entre este sonido, de modo que alguna respuesta fisiológica que normalmente sólo se presentaba ante el primer estímulo –por ejemplo, la salivación en presencia de comida se presentara ahora ante el segundo estimulo. Así, Pavlov logró que los perros produjeran saliva en abundancia con sólo escuchar la campana, sin necesidad de que hubiera comida cerca: una respuesta condicionada.

Posteriormente se confirmó que este tipo de “aprendizaje” primitivo y mecánico que es el condicionamiento pavloviano es vital para muchos animales y desde luego de nosotros, los humanos. Es fácil, por ejemplo, que uno asocie un determinado sonido u olor con ciertas circunstancias particularmente desagradables –una enfermedad, un accidente, un evento doloroso. Es clásico el caso de alguien que se intoxica consumiendo algún alimento en particular –digamos, camarones– y a partir de la fuerte diarrea acompañada de vómitos, cólicos, etc. que suele presentarse en estos casos, desarrolle una fuerte e “irracional” aversión a estos mariscos.

Volviendo a mi accidente y al temor a que se repitiera, se me ocurre que quizá soy una simple víctima más del mecanismo descubierto por el ruso de los perros: quedé marcado por el evento traumático y ahora no podré pasar por el lugar del accidente sin temer un nuevo percance.

Pero independientemente de lo descabellada que pueda ser mi idea, resulta interesante pensar en lo que hay detrás del mecanismo pavloviano. ¿Por qué resulta útil para los seres vivos ser capaces de ser condicionados de una manera tan mecánica por estímulos del medio?

Una respuesta simple es que así se garantiza que no se repetirá una conducta que puede resultar peligrosa o dañina: si una vez se come algo que resulta tóxico, el condicionamiento de aversión evita que el animal vuelva a consumir ese alimento. Y lo mismo respecto a otras cosas o conductas que puedan amenazar la supervivencia del organismo. Es lógico pensar que una especie que presente este mecanismo de protección puede sobrevivir mejor que otra que no lo tenga; el mecanismo pavloviano adquiere así sentido evolutivo. Aunque no se conozcan con detalle los mecanismos moleculares o genéticos que controlan el condicionamiento, los detalles fisiológicos y cerebrales que lo hacen posible se han estudiado bastante (de hecho, los neurofisiólogos utilizan este tipo de condicionamientos de aversión como una útil herramienta de investigación para explorar los mecanismos cerebrales y psicológicos de animales de laboratorio).

Pero hay otro nivel en el que el condicionamiento pavloviano resulta apasionante: cuando se lo considera como una forma de inducción. Como se sabe, la ciencia se basa en la observación y la experimentación de algún fenómeno de la naturaleza para llegar, luego de reunir algún número de datos, a una generalización (teoría o ley). Sin embargo, este proceso de inducción (el paso de un número limitado de observaciones a una ley general que se supone válida en todos los casos) no es fácil de justificar filosóficamente.

Sin embargo, actualmente algunos filósofos han comenzado a desarrollar una rama de la filosofía conocida como epistemología evolucionista, en la que buscan conectar la reflexión acerca de cómo conocemos el mundo, sobre todo por medio de la ciencia, con el conocimiento que se tiene acerca de la evolución de los seres vivos. Dentro de esta perspectiva, podría sostenerse la hipótesis de que un mecanismo como el condicionameitno pavloviando es una forma uy primitiva de inducción: a partir de sólo una experiencia negativa, el organismo “aprende” a evitar experiencias similares. Es como si con hacer sólo una medición, como pesar una piña, un científico decidiera que todas las piñas pesan un kilo.

De cualquier modo, es interesante pensar que procesos intelectuales como la deducción puedan tener bases biológicas... Parafraseando a Marcelino Cereijido, del cinvestav del ipn, ¿acabará la filosofía siendo una rama de la biología?

Posdata: ya volví a pasar por el lugar del accidente, y no pasó nada.

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